
Hay muchas cosas que ya no existen.
Por ejemplo la enramada de los balcones. Ya no existe.
Tampoco existe el hombre que bailaba la noche de San Antón alrededor de la hoguera. Bailaba una danza primitiva, racial. Un breve instante de gracia iluminando un cuerpo arrebatado.
De él me cautivó su gesto de sentirse perdido en el mundo, su manera de liar un cigarrillo y sus dos asteriscos subversivos iluminando la esclavitud de la noche. Cruzaba de puntillas la escarcha para no herir su belleza, siempre con la misma canció ausente de frío enero. Como cuando sin saberlo se intuyen caracolas enterradas en el secano.
Tuvo un amor que no fue de caracolas, ni de río .Era más bien de nieves de abril de vientos de marzo. Un amor distraido, volandero, sin pasion ni versos. Un amor en el que solo crecían ramas desnudas. Un amor de juguete .
Una tarde de otoño prematuro concluyó que, en su vida, la felicidad no hallaba aposento, de modo que entre la estepa y los nogales abandonó el fracaso, colocó un ramo de mirtos asustados en el atril del salón y se refugió en «El libro del buen amor». Sólo buscaba una mota de consuelo.
Fue aquella noche en la que yo me puse unos abalorios negros en señal de luto.
Lo que ya no existe.
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